Hay ocasiones en las que uno, que no es
lector demasiado frecuente de las obras dirigidas al público infantil, pacta
con su estantería de novedades un breve paréntesis y aborda la lectura de una
de ellas. Ocurre cuando la firma de la persona que ha escrito el libro le
merece unas garantías. Es lo que ocurre con El
verano que nos comimos la luna, de Marisa López Soria. Y, en efecto,
agradezco las horas que he dedicado a sumergirme en sus páginas, porque me han
dejado un regusto muy agradable... Estamos en el barrio de San Andrés, en
Murcia, donde el verano y las vacaciones han propiciado que la pandilla de
chavales de la zona (“La Total”) haya quedado reducida a “Los Restos”, un
segmento donde brillan el chino Gao Li, el Quintanilla (único de ellos que
dispone de ordenador con conexión a Internet), el Bolo, el narrador de la
historia y su hermana (a quien se menciona habitualmente como La Chiqui). ¿Y
qué se puede hacer durante el verano en Murcia, si apenas es posible salir a la
calle con el calor que cae del cielo? Una innovadora campaña municipal
posibilita que los usuarios disfruten de autobuses gratis durante los domingos,
así que los críos están aprovechando para conocer diversas partes de la región
y para hacerse amigos del conductor, Celso, un tipo sensato, amable y que no
tiene problemas en contestar a sus mil y una preguntas. Pero cuando realmente
se activan es al leer en la prensa la noticia que tiene como protagonista a un
perro, Chester, que ha sufrido los malos tratos y el abandono de sus dueños.
¡Cuánto les gustaría a ellos cuidar de tan simpático animalito! Ante sus ojos
se abren pronto dos posibilidades: una, apadrinarlo; la otra, acercarse hasta
la sociedad protectora de animales donde está siendo tratado, en Valencia.
Gracias a la jovial Amelia, tía del narrador y antigua novia de Celso, comienza
a tomar forma un posible viaje que les permita conocer al perro maltratado...
Marisa López Soria, con su habitual buen manejo de los resortes narrativos
infantiles, logra trasladarnos una historia fresca, jugosa, llena de
espontaneidad y humor, que gustará a los más pequeños de la casa. No se
equivocará quien lea o regale este libro.
lunes, 30 de abril de 2012
martes, 24 de abril de 2012
La tumba perdida
Todos
hemos escuchado alguna vez anécdotas, historias o episodios más o menos impactantes
acerca de la tumba del faraón Tutankhamón. Sabemos que el 4 de noviembre de
1922, el egiptólogo británico Howard Carter (un hombre cuya preparación
profesional no era quizá la más ortodoxa o completa) descubrió en el Valle de
los Reyes la que actualmente se conoce como tumba KV62; es decir, el lugar
donde reposaban los restos de Tutankhamón, el Faraón Niño. Para sorpresa de
todos los investigadores, la tumba no había sido violada con anterioridad, y
por tanto contenía todos sus tesoros y momias intactos. De hecho, cuando Howard
Carter introdujo su cara en la cámara y se le preguntó que si veía algo,
respondió que estaba contemplando «cosas maravillosas». Y, casi con carácter
inmediato, se comenzó a extender la noticia de que caería una maldición sobre
aquellas personas que habían profanado el descanso eterno del faraón. Leyenda
que, por cierto, se consolidó muy pronto cuando, apenas unas semanas después,
murió en extrañas circunstancias quien había financiado las excavaciones: George
Herbert, quinto conde de Carnarvon. Los amigos de las profecías macabras no
tuvieron jamás en cuenta que Howard Carter sobrevivió dieciséis años a la
apertura de la tumba, o que la hija de lord Carnarvon, que participó del
descubrimiento, no murió hasta el año 1980, convertida en una venerable
anciana.
El
leonés Nacho Ares, colaborador de varios programas de televisión y radio, director
de revistas arqueológicas, viajero y enamorado del Antiguo Egipto, nos ofrece
ahora una novela fascinante sobre el mundo de Tutankhamón, con el título de La tumba perdida. La edita con primor el
sello Grijalbo. Su propuesta no puede ser más interesante ni más llena de
hechizo. Desde que abrimos sus páginas estamos en noviembre de 1922, bajo el
sol asfixiante del Valle de los Reyes, y vemos cómo el eximio Howard Carter
accede por fin al interior de la cámara funeraria del faraón. Pero por debajo
del torbellino que se desata en torno a él desde ese instante (agasajos
académicos, reconocimiento internacional y aplausos generalizados; aunque
también mezquindades, acusaciones de expolio y presiones políticas) late en el
corazón del egiptólogo un misterio terrible: ha descubierto un ostracon donde
aparecen un dibujo y unos jeroglíficos que, en su opinión, contienen la
información necesaria para descubrir una tumba mucho más importante. El
problema es que el gobernador egipcio de la zona (el corrupto y avaricioso
Jehir Bey) no se muestra dispuesto a permitir que Carter amplíe su leyenda con
otro descubrimiento; ni se resigna tampoco a perder las valiosas reliquias que
esa hipotética tumba podría contener, y que le reportarían pingües beneficios.
En otro
plano narrativo (que se desarrolla en capítulos independientes y alternos)
somos transportados a la época de Tutankhamón, y asistimos a las sucias
maniobras de los representantes del clero, que se obstinan en poner trabas para
que el joven gobernante no pueda cumplir su sueño secreto: traer los restos de
su progenitor (Akhenatón, que siempre ha sido considerado un hereje por la
clase sacerdotal egipcia) desde el lugar indigno donde se encuentran
depositados, para que por fin reposen donde siempre debieron estar: en una
tumba secreta del Valle de los Reyes. Contando con pocos aliados fiables, y teniendo
enfrente la oposición inescrupulosa de los religiosos de Amón, el joven y débil
soberano tendrá que usar la astucia para conseguir sus propósitos.
Nacho
Ares consigue en La tumba perdida una
obra muy bien urdida, espléndidamente documentada y que maneja sin excesos los
resortes de la novela histórica y de aventuras. El único elemento discutible de
la misma es más bien de orden verbal: resulta un poco incongruente que
personajes no castellanos (un egipcio del siglo XIV a.C. y un inglés de la
segunda década del siglo XX d.C.) utilicen expresiones castizas e incluso
refranes para comunicarse con las personas de su entorno. Así, por ejemplo, nos
encontramos a Tutankhamón diciendo que «El que calla, otorga» (p.260); o a
Howard Carter afirmando que «ojos que no ven, corazón que no siente» (p.303).
Pero es una mácula tan pequeña que no enturbia en modo alguno la valía de esta
obra. Léanla y, además de disfrutar con la lectura, aprenderán mucho sobre el
Egipto de los faraones.
lunes, 16 de abril de 2012
Los leones del Congreso
Hay épocas históricas en que la admiración suele ser el sentimiento que más provoca la clase política en un país (pensemos en los años que van de 1975 a 1982, en España); y épocas en las que el descrédito, el desdén y la burla son, por el contrario, las reacciones habituales ante ese mismo estamento. Pero incluso en los instantes de más tensión o desconfianza, raros serán quienes consideren, tras un análisis sereno y desapasionado, que la democracia no es un buen sistema de gobierno. De ahí que libros como el que hoy nos presenta el periodista Federico Utrera, titulado Los leones del congreso (y que lleva el largo subtítulo de Peleas, amores, pactos, amistades y vicios de los diputados: una crónica parlamentaria), sea una ocasión magnífica para acercarnos a los integrantes del mundo político, sin apasionamientos, sin sectarismos, sin rencores… Y con humor.
En estas páginas, que publica la editorial La Esfera de los Libros, se nos ofrece un número anonadante de curiosidades, secretos a voces, anécdotas y pullas del mundo de la política española, tanto actual como pretérita, organizado todo por bloques temáticos y presentado con una prosa socarrona, donde los juegos de palabras, las ironías y las insinuaciones hacen las delicias del lector. Así, cuando nos habla de una periodista parlamentaria de origen belga, de quien se afirma que «si te abría las puertas de su consideración, algún día podrían entornarse las de su corazón y, aunque fuera en un futuro más remoto, las de sus países más bajos» (p.48). O aquella célebre réplica que lanzó desde la tribuna José María Gil Robles tras ser acusado por un diputado rival de que seguía usando calzoncillos de seda: «No sabía» (dijo con toda seriedad el político conservador) «que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta» (p.66). Por no hablar del modo educado, paciente e incluso irónico con el que el socialista Josep Borrell sobrellevó en su día ciertos comentarios sobre su presunta homosexualidad, que lo relacionaban con el torero Ortega Cano: cuando se propuso que fuese Rocío Jurado la receptora de la Medalla de Bellas Artes, tuvo la sorna de sumarse a la concesión, «aunque me haya quitado el novio» (p.35). Ese mismo sentido del humor se puede observar también en las simpáticas coplillas que Federico Trillo, durante su etapa como presidente del congreso de los diputados, cruzó con algunos miembros de la oposición, sin que jamás se perdiese el decoro ni el sano respeto mutuo: en el capítulo 9 de esta obra tenemos ocasión de leer algunos versos parlamentarios firmados, entre otros, por Pilar Salarrullana, Ángel Martínez Sanjuán o Armand Querol.
Pero no todo es humor en este volumen, sino también momentos bochornosos. Como muestra, el protagonizado por el senador Casimiro Curbelo, quien no tuvo mejor ocurrencia que acercarse, en plena borrachera, a un prostíbulo madrileño, donde desplegó un variado arsenal de groserías contra las prostitutas, se ejercitó en el minoritario deporte del boxeo, eructó insultos racistas y agredió (guinda del pastel) a las fuerzas del orden, mientras exigía respeto por su condición de Padre de la Patria. O esa enumeración (que Federico Utrera nos facilita en la parte final del libro) de los llamados diputados mudos: es decir, aquellos que jamás han tenido el pundonor de justificar su sueldo hablando en el Congreso, aunque fuera una sola vez. Esa nómina contiene nombres tan famosos como los de Ángel Acebes, Narcís Serra, Txiqui Benegas, Joaquín Leguina, Rosa Conde o Alfonso Guerra.
Y como no hay buena obra que no esté bien rematada, este tomo se cierra con un interesante «Diccionario urgente de la jerga parlamentaria», donde se nos explica a los profanos conceptos como el de cunero (con anécdotas del premio Nobel José Echegaray y del poeta Ramón de Campoamor) o se detallan los problemas de vestimenta (corbata, sandalias, bermudas) de los diputados, que no siempre acuden a su puesto de trabajo ataviados de una forma ortodoxa.
En síntesis, una obra gráfica, iluminadora y muy documentada sobre unos hombres y unas mujeres que «se asemejan a los sumos sacerdotes que custodian el templo» (p.105), pero que adolecen de los mismos defectos, miserias y limitaciones que el resto de los ciudadanos del país. Ni más ni menos.
jueves, 12 de abril de 2012
Filosofía
Víctor Gómez Pin es un pensador lo suficientemente conocido en España y fuera de España como para que soslaye la infantil tentación de presentarlo a los lectores. Pero no soslayaré el gozo de referirme hoy a su voluminoso trabajo Filosofía (Interrogaciones que a todos conciernen), publicado por Espasa-Calpe y donde el prestigioso analista trata de aproximarse con espíritu sereno y con prosa nítida a algunos de los grandes problemas que atribulan a los seres humanos desde el comienzo de los tiempos.
El libro se inicia con una humorada melancólica ("Es una situación embarazosa la de alguien que, al ser preguntado por su profesión, ha de responder filósofo o incluso profesor de filosofía", p.17), a la que Gómez Pin responde con una sentencia tan misteriosa como verdadera: "Filósofo es quien, simplemente, ha asignado a su mente el objetivo más ambicioso que cabe esperar", p.21). Es decir: plantearse todo, lo inmanente y lo trascendente, lo humano y lo divino, como tarea insobornable de reflexión y de análisis. Empeño ciclópeo y a veces asfixiante, pero que permite a su autor concluir que "la praxis filosófica es finalmente la única prueba de que se es cabalmente humano" (p.308). Si nos explica la mitología que Atlas tuvo que soportar el mundo sobre sus hombros, el filósofo tiene como misión algo mucho más trabajoso: indagar más lejos, preguntarse por los orígenes de ese mundo, y por su destino final, y por su esencia. Ahí es nada. Es probable que no sea injusto decir que el filósofo es el más silencioso y el más grande de los héroes.
Pero como ya ha pasado aquel tiempo en que los pensadores eran seres aislados de su entorno, que meditaban en sus gabinetes sobre la ultimidad del ser, las categorías morales o la existencia de Dios, Gómez Pin se incorpora a las nuevas tendencias filosóficas y asume que los tentáculos de la curiosidad pueden ser tan variados como enriquecedores. Así, nos hablará de Platón, Aristóteles, Kant, Hegel o Kierkegaard (grandes referencias del pensamiento occidental), pero también nos introducirá alusiones a Mendel, Darwin, Pasteur, Copérnico, Colón, el Big Bang o el genoma, así como manos tendidas hacia otros universos creativos, que van desde la literatura (Borges, Shakespeare, Dostoievski, Proust, Neruda) a la pintura (Max Ernst, Durero), pasando por la música (Alban Berg, Puccini) o la escultura (Eduardo Chillida). Todas las tendencias del espíritu humano con acogidas en este libro integrador y pleno. Y la inteligencia de Víctor Gómez Pin busca conjugarlas y darles una estructura orgánica. Nada humano le es ajeno (como dijo otro pensador célebre), pero tampoco nada divino. La respuesta filosófica a un mundo cuántico sólo puede ser una mente cuántica, abierta a los reclamos más diversos y cuya principal misión radica, precisamente, en la tarea unificadora. Los grandes genios luchan por ser los grandes cohesionadores del pensamiento humano.
domingo, 1 de abril de 2012
El libro de las maravillas
Fue en 2009 cuando llegó hasta mí el volumen de cuentos Estancos del Chiado, del catalán Fernando Clemot, que me pareció subyugante y al que me alegró comprobar que concedían después el premio Setenil. Más tarde, leí con éxtasis su embriagador libro El golfo de los poetas y refrendé el juicio laudatorio que sobre este narrador barcelonés me había formado. Y ahora, publicado por el sello Barataria, se encuentra disponible un nuevo texto suyo con el marcopoliano título de El libro de las maravillas, que devoré durante la Navidad pasada y que ahora, lento y con un lápiz en la mano, he vuelto a recorrer.
Aclararé desde el principio que la mención del lápiz no es ociosa: en esta novela hay una proliferación tan notable de aforismos, una densidad tan laboriosa de frases para la reflexión que los buscadores de perlas literarias, los entomólogos de la cita, los cazadores de unicornios líricos o filosóficos encontrarán aquí su particular Eldorado. En síntesis, y sin desbaratar ninguna de las sorpresas que aguardan en el tomo, indicaré que nos encontramos en la clínica Dantas, una «sima negra» (p.55) donde nuestro protagonista convalece de su enfermedad y distrae las horas y los días escuchando y anotando todos los detalles que le resulta posible conseguir de la vida de quienes le rodean (Brígida, el doctor Andrade, el optimista Bridoso, la otoñal pero aún seductora Clara Padrel...). El modelo que adopta es clarísimo, y nos lo indica ya desde la tercera página: Rustichello de Pisa, aquel escritor que estuvo encarcelado a finales del siglo XIII con el viajero Marco Polo y que recogió al dictado los pormenores de su memoria. Porque este libro, en su línea medular, nos habla de la memoria: de cómo nuestra existencia, observada con la debida atención, presenta una asombrosa densidad («Es delirante la cantidad de pensamientos que puede contener un momento», p.203); de cómo somos el resultado de miles de podas íntimas («Tenemos la portentosa facultad de aniquilar vidas en cada decisión, a cada paso, con cada pero o negación muere una vida, en cada silencio muere en nosotros una existencia distinta, desperdiciamos en cada decisión oportunidades para ser felices o espantosamente desgraciados», p.54); de cómo los demás son siempre enigmas, cofres cerrados, sobres con lacre o matriuskas y que, si se los examina con la adecuada concentración, podemos descubrir en ellos heridas, pliegues tenebrosos o sorpresas de luz.
Fernando Clemot, como un espectador orteguiano o un voyeur del alma, deja a su protagonista mirar y decir, y luego dibuja sus observaciones con prosa lánguida, neblinosa, perfecta, que contagia al lector casi desde el principio. El resultado es una novela de atmósfera. Y me explico: hay narraciones que no sólo cuentan una historia, sino que construyen con su lenguaje, con su sintaxis, con su especial selección de elementos retóricos, un aura, un espacio propio, un aroma distinguible y único. Piensen por ejemplo en Rayuela, de Julio Cortázar; piensen en el ciclópeo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; piensen en Seda, de Alessandro Baricco; o piensen en la deliciosa Sostiene Pereira, del recientemente fallecido Antonio Tabucchi. Son obras que desprenden un perfume singular. Como ocurre con El libro de las maravillas, de Fernando Clemot: un volumen que establece su territorio de lluvia, melancolía y memoria, y en el que se nos invita a entrar.
Quizá pueda parecer chocante pero, cuando llevaba un cierto número de páginas de la novela, me vino a la memoria aquel artefacto robótico que se introdujo en la pirámide de Giza en 2010 para estudiar sus galerías más peligrosas o inaccesibles. Las imágenes pudieron verse en todo el mundo a través de las pantallas de televisión, emitidas por la BBC... Creo que esta obra de Fernando Clemot tiene un poco de ese espíritu: el esfuerzo titánico para intentar entender quiénes somos, después de mirarnos por fuera y por dentro. De ahí que esta novela resulte, a mi entender, tan profunda como elegante, tan sobria como incisiva. Tan valiosa.Dijo un poeta que conocerse es el relámpago. A mí reconozco me ocurrió con este escritor: desde que leí su primer libro tuve clara mi empatía con su prosa. No creo que abandone ya esa afinidad y esa certeza.
Aclararé desde el principio que la mención del lápiz no es ociosa: en esta novela hay una proliferación tan notable de aforismos, una densidad tan laboriosa de frases para la reflexión que los buscadores de perlas literarias, los entomólogos de la cita, los cazadores de unicornios líricos o filosóficos encontrarán aquí su particular Eldorado. En síntesis, y sin desbaratar ninguna de las sorpresas que aguardan en el tomo, indicaré que nos encontramos en la clínica Dantas, una «sima negra» (p.55) donde nuestro protagonista convalece de su enfermedad y distrae las horas y los días escuchando y anotando todos los detalles que le resulta posible conseguir de la vida de quienes le rodean (Brígida, el doctor Andrade, el optimista Bridoso, la otoñal pero aún seductora Clara Padrel...). El modelo que adopta es clarísimo, y nos lo indica ya desde la tercera página: Rustichello de Pisa, aquel escritor que estuvo encarcelado a finales del siglo XIII con el viajero Marco Polo y que recogió al dictado los pormenores de su memoria. Porque este libro, en su línea medular, nos habla de la memoria: de cómo nuestra existencia, observada con la debida atención, presenta una asombrosa densidad («Es delirante la cantidad de pensamientos que puede contener un momento», p.203); de cómo somos el resultado de miles de podas íntimas («Tenemos la portentosa facultad de aniquilar vidas en cada decisión, a cada paso, con cada pero o negación muere una vida, en cada silencio muere en nosotros una existencia distinta, desperdiciamos en cada decisión oportunidades para ser felices o espantosamente desgraciados», p.54); de cómo los demás son siempre enigmas, cofres cerrados, sobres con lacre o matriuskas y que, si se los examina con la adecuada concentración, podemos descubrir en ellos heridas, pliegues tenebrosos o sorpresas de luz.
Fernando Clemot, como un espectador orteguiano o un voyeur del alma, deja a su protagonista mirar y decir, y luego dibuja sus observaciones con prosa lánguida, neblinosa, perfecta, que contagia al lector casi desde el principio. El resultado es una novela de atmósfera. Y me explico: hay narraciones que no sólo cuentan una historia, sino que construyen con su lenguaje, con su sintaxis, con su especial selección de elementos retóricos, un aura, un espacio propio, un aroma distinguible y único. Piensen por ejemplo en Rayuela, de Julio Cortázar; piensen en el ciclópeo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; piensen en Seda, de Alessandro Baricco; o piensen en la deliciosa Sostiene Pereira, del recientemente fallecido Antonio Tabucchi. Son obras que desprenden un perfume singular. Como ocurre con El libro de las maravillas, de Fernando Clemot: un volumen que establece su territorio de lluvia, melancolía y memoria, y en el que se nos invita a entrar.
Quizá pueda parecer chocante pero, cuando llevaba un cierto número de páginas de la novela, me vino a la memoria aquel artefacto robótico que se introdujo en la pirámide de Giza en 2010 para estudiar sus galerías más peligrosas o inaccesibles. Las imágenes pudieron verse en todo el mundo a través de las pantallas de televisión, emitidas por la BBC... Creo que esta obra de Fernando Clemot tiene un poco de ese espíritu: el esfuerzo titánico para intentar entender quiénes somos, después de mirarnos por fuera y por dentro. De ahí que esta novela resulte, a mi entender, tan profunda como elegante, tan sobria como incisiva. Tan valiosa.Dijo un poeta que conocerse es el relámpago. A mí reconozco me ocurrió con este escritor: desde que leí su primer libro tuve clara mi empatía con su prosa. No creo que abandone ya esa afinidad y esa certeza.
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