martes, 26 de marzo de 2024

La uruguaya

 


“Guerra” es (nadie, desgraciadamente, necesita que le expliquen el significado de esa palabra) un conflicto violento, en el que se producen muertes y atrocidades. Pero el hecho de que el protagonista de esta historia (el escritor bonaerense Lucas) se despierte varios días y su esposa le comunique que ha pronunciado otra vez esa palabra durante la noche no indica que se trate de una persona obsesionada con el mundo militar, o que esté viendo demasiadas películas bélicas, o que se encuentre componiendo una novela con esa temática, sino que tiene, en secreto, una amante llamada Magalí Guerra, que vive al otro lado del río, ya en territorio uruguayo.

En realidad, si queremos ser rigurosos, llamarlos “amantes” quizá resulte un poco excesivo, porque nunca han hecho el amor: se conocieron durante una reunión literaria, se dieron algunos besos impulsados por el alcohol, se acariciaron con más pasión que premeditación… y han ido difiriendo la entrega total, porque él es un hombre casado, ella tiene novio y, además, siempre se les acercaba alguien cuando estaban a punto de entregarse al sexo. Ahora, por fin, aprovechando un viaje que Lucas tiene que realizar a Montevideo para cobrar allí una importante cantidad de dinero por sus libros (la gestión bancaria en su ciudad, por motivos fiscales, le resultaría mucho más gravosa), decide que es el momento de alquilar una buena habitación de hotel y reunirse allí con Magalí, quien acaba de romper con el novio.

Ustedes podrían preguntarme: ¿Va a resultar todo tan sencillo, tan excitante y tan placentero como a primera vista parece? Mi respuesta tendría que ser negativa: a Lucas le esperan unos acontecimientos traumáticos que lo golpearán con saña, y que lo van a marcar para el resto de su vida. Ustedes podrían preguntarme también: ¿A quién le está contando Lucas esta historia, utilizando la primera persona narrativa? Mi respuesta quizá les sorprenda: a su esposa, Catalina. Permítanme que no les explique por qué: les dejo esa sorpresa lectora a ustedes.

Fluido, convincente y hábil, Pedro Mairal llega a mis ojos por primera vez con esta novela sobre las vacilaciones de la edad, los arrebatos imparables de la pasión amorosa y los despiadados laberintos del desengaño y la duda; y me ha dejado una gratísima impresión, que pronto buscaré corroborar en otros libros suyos.

domingo, 24 de marzo de 2024

Un lugar soleado para gente sombría

 


Siempre he distinguido con nitidez entre el terror y el horror. No se trata (me apresuro a explicarme) de una cuestión semántica pura. Ni soy lexicógrafo, ni los diccionarios me suelen conceder la razón, pero para mí está muy claro: el terror puede ser puntual (un susto paralizante, que nos golpea de improviso) o gradual (puede ir creciendo, revelándose con dimensiones cada vez más oscuras). El terror brota y nos golpea. El terror nos sacude o nos paraliza. El horror, en cambio, es para mí otra cosa: el horror es niebla, envoltura, indefinición. El horror es atmósfera mefítica. Es un aura que lo impregna todo y que empapa nuestras sensaciones. Y en ese ámbito Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) se mueve con comodidad y eficacia. En los doce relatos que se alinean en Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), la escritora argentina ha construido con singular tino ese halo envolvente que barniza sus propuestas: una doctora que vive en un barrio seriamente conflictivo y que descubrió hace tiempo que tenía la asombrosa capacidad de ver y calmar a los fantasmas; una chica a la que se descompone la piel de la cara (se le llena de llagas y gusanos); unos pájaros que son en realidad mujeres que han sufrido una transformación; gatos ahorcados con un collar de perlas; una muchacha obesa, que disfruta teniendo relaciones sexuales con espíritus (los hombres y mujeres visitados por esas presencias ultraterrenas se reúnen en The Marjorie Cameron Church in the Desert); una mujer a la que extraen un mioma y decide practicarse con él una inquietante cirugía; la lujosa ropa de una mujer fallecida, que transmite a las nuevas propietarias las heridas brutales que ella sufrió; espejos que devuelven imágenes imposibles; camas en las cuales se tumba a nuestro lado una persona moribunda… El catálogo de imágenes sofocantes o que se adentran en la insania resulta abrumador. Nadie gana a Enriquez en riqueza (y discúlpenme el juego de palabras, que ha salido sin premeditarlo y que mantengo con cariño): el poder de su literatura es tan eficaz como sobrecogedor. Lo conocíamos, sí, pero en las páginas de Un lugar soleado para gente sombría alcanza un fulgor mesetario.

Busquen la obra y dedíquenle unas horas de su tiempo. Me lo agradecerán.

viernes, 22 de marzo de 2024

Cuatro poetas en guerra

 


Leo, de forma pausada y conmovida, el volumen ensayístico Cuatro poetas en guerra, donde Ian Gibson se aproxima a escritores emblemáticos como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández, en el contexto de la guerra civil española de 1936. ¿Qué ocurrió con ellos, antes y después? ¿Qué anécdotas tenemos perfectamente documentadas y cuáles pertenecen más bien al ámbito de la suposición? El trabajo de Gibson, ocioso me parece adjetivarlo, es admirable, ecuánime, convincente.

Este viaje por la memoria y la tristeza se inicia con Antonio Machado, el poeta que terminaría muriendo en Colliure, derrotado, abatido y dejando a su espalda un país en el que continuaban la muerte, la destrucción y la saña. E ignorando las circunstancias en que se encontraba su último amor, Pilar de Valderrama, una mujer casada, “muy católica y de derechas” (p.47), de la que había tenido que separarse por la guerra, la cual seguía “embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático” (p.57). Ni siquiera le quedaba el tibio consuelo de conservar las cartas de su amada Guiomar, porque seguramente las perdió durante el agónico traslado (“Sobre su paradero nunca se ha averiguado nada”, p.64).

Después se adentra en la figura de JRJ, de quien se suele hablar menos en este tipo de libros, porque se le contempla como un ser “apolítico” y alejado de los estruendos de la contienda. Nada menos exacto: Juan Ramón firmó numerosos manifiestos, se adhirió a actos republicanos y redactó páginas cristalinas sobre su compromiso democrático, que no siempre han merecido la difusión de la que otros gozaron. Recomiendo de forma especial acercarse a este capítulo 2, por su interés a la hora de completar la figura de uno de los intelectuales más densos y elevados de nuestra literatura.

En el siguiente peldaño, Federico García Lorca. Todas las noticias que aporta y ordena Gibson en este capítulo estaban, prácticamente iguales, en sus libros anteriores; pero sigue siendo sobrecogedor volver a pasear los ojos por ellas, para despejar dudas, aclarar responsabilidades, arrebatar máscaras y señalar sin miedo ni medias tintas a víctimas y verdugos. Si existe una vida después de la muerte, me gustaría asistir (humildemente, desde el patio de butacas) al abrazo entre Gibson y García Lorca, conmovidos los dos.

Y, por fin, Miguel Hernández, el veinteañero que venía de Orihuela y para el que unos meses de estancia en Madrid resultaron suficientes de cara a que “se inflara como un aerostato su ambición de ser poeta de alto renombre” (p.229). Allí se unió sentimentalmente a la pintora Maruja Mallo y se alejó de Josefina Manresa, su novia del pueblo. Sufrió la muerte de su primer hijo (diez meses) en plena guerra civil. Padeció la indignidad de que su antiguo amigo el canónigo Luis Almarcha (futuro obispo de León) no moviese un dedo para salvarlo de la muerte. Y la escena de su boda, mientras agoniza arrojando pus, es espeluznante.

Con Ian Gibson, volveré a insistir, España tiene una deuda impagable, porque nos ha iluminado y enriquecido con sus investigaciones. ¿Leer estas páginas que hoy comento hace daño? Claro que sí. Mucho daño. Pero el motivo para hacerlo, ahora y siempre, es clarísimo: el olvido supondría demasiada consideración (cuando no una abierta complicidad) con la más fuerte e injusta de las partes. Y por ahí no podemos pasar. El olvido, en estos casos, no es una opción.

miércoles, 20 de marzo de 2024

El contrabajo

 


Hace unos treinta años leí El contrabajo, de Patrick Süskind. Estaba de visita en la casa de unos amigos y, mientras todo el mundo bajaba a la playa (que a mí me da repelús), me instalé en el sofá de su casa, saqué de mi mochila el libro (que había comprado unos días antes) y comencé su lectura, que terminé esa misma tarde. Recuerdo que, tras el asombro que me deparó El perfume, había desarrollado curiosidad por acercarme a otras obras del autor. Y recuerdo también (ay) la profundísima decepción que me asaltó cuando terminé sus páginas. ¿Qué diablos era aquel breve opúsculo? ¿Una narración cuyo sentido yo no era capaz de interpretar? ¿Una tomadura de pelo? Ahora, con más lecturas y más criterio, vuelvo al libro… y corroboro mis juicios juveniles. Menuda tontuna. Menudo manojillo de hojas inanes.

Imaginen a un músico de treinta y cinco años que, dentro de una habitación insonorizada, se dirige a otra persona explicándole lo que opina sobre Wagner, sobre Schubert, sobre la evolución del contrabajo, sobre las composiciones que para ese instrumento se han ideado, sobre los callos que padece por culpa de las interminables horas de práctica, sobre las numerosas cervezas que está obligado a beber para reponer líquidos por la sudoración. Y, para salpimentar, nos habla de su inocua o inicua vida sexual (“Yo no he poseído a ninguna mujer desde hace dos años”) y su actual obsesión por Sarah, una mezzosoprano mucho más joven que él y que, por ahora, lo ignora. “Lo más probable es que sea humanamente imperfecta, que carezca de personalidad, que sea intelectualmente mediocre, que no tenga categoría para un hombre de mi talla”, pero aun así la ama. “El amor de un contrabajo”, que diría el maestro Chéjov.

Bien, aceptemos ese marco narrativo. La pregunta es a dónde nos lleva, al final del volumen. Pues se lo puedo resumir en tres palabras: a ningún sitio. Tras todo este bombardeo “novelístico” (permítanme que me ría), descubrimos que el chico simplemente se va de la casa y deja a su paciente auditor escuchando un disco. Tras escucharle demasiadas páginas llenas de términos musicales, que apenas llamarán la atención de los entendidos, Süskind fuese y no hubo nada.

No me pilla en otra.

lunes, 18 de marzo de 2024

660 mujeres

 


Resulta sencillo admirar la pintura de los hiperrealistas, como Antonio López, Helena Hugo, Slava Groshev o Marta Penter, porque el impacto visual de sus lienzos es instantáneo: nos llegan, nos asombran y provocan nuestro aplauso. Han conseguido geminar con formas y colores una imagen que alcanza el rango de fotográfica, y esa diabólica habilidad nos embriaga. Pero conviene recordar que existen otros modos creativos que también hablan (que tan bien hablan) de sus autores. Por ejemplo, la seducción visual que puede generarse trazando pinceladas sueltas y dejando que las retinas de quienes contemplan el cuadro construyan con ellas la imagen final. En el mundo de la literatura acabo de volver a constatar esta técnica en el libro 660 mujeres, de Cristina Cerrada. La escritora madrileña no construye aquí cuentos rectilíneos, nítidos y cerrados, sino orbes nebulosos, mosaicos de perfiles evanescentes en los cuales la persona que está leyendo tiene que intervenir, concentrar la atención al máximo, rellenar las zonas oscuras. Los personajes de “Que vuelva el poderoso nadador”, “El baño de Betsabé”, “El niño” o “Anatomía de Caín” devienen seres complejos, que la autora pone ante nuestros ojos para que tratemos de penetrar en sus recovecos y seamos capaces de entenderlos (o, al menos, de concebir una hipótesis razonablemente sólida sobre sus sentimientos, metas y motivaciones).

El reto, desde luego, presenta su dificultad, sobre todo si quien está leyendo es una persona acostumbrada a narraciones más queratinosas que gelatinosas: es decir, más sólidas y definidas. Pero creo que Cristina Cerrada lo resuelve de un modo espléndido, consiguiendo quince historias que te reclaman, te interpelan, te requieren. Memorable.

sábado, 16 de marzo de 2024

Sueño profundo

 


Una sensación incómoda me ha acechado mientras avanzaba por las páginas de Sueño profundo, de Banana Yoshimoto (que traduce Lourdes Porta para el sello Tusquets): la de considerar, casi en cada párrafo, que ninguno de sus personajes actuaba de forma “comprensible”. Cuando yo esperaba una explosión de ira, ellos se hundían en un silencio profundo; cuando me parecía perfectamente lógico que experimentasen celos o que fueran asaltados por las lágrimas, perdían la mirada en un ventanal, casi hieráticos; cuando se imponía (o eso pensaba yo) abrazar la almohada, salían a pasear en medio de la madrugada. Esos detalles comenzaron a agruparse en órbitas giratorias y, de súbito, notaba que me alejaban del núcleo de la lectura, que no me dejaban disfrutarla en plenitud. Hasta que comprendí dónde residía la causa de mi error: en no advertir su condición nipona. Es decir, en empeñarme en mirar las tramas, las reacciones, los sentimientos, incluso los diálogos como si se tratara de personajes españoles. Y no lo son. De hecho, hacia la página 50 me detuve y comencé de nuevo. Entonces, sí, pude disfrutar de estos tres magníficos relatos.

En “Sueño profundo” acompañé a Terako, amante de un hombre cuya esposa se encuentra en estado vegetativo; en “La noche y los viajeros de la noche” descubrí el modo en que una chica encaja la muerte de su hermano Yoshihiro y cómo esta defunción impregna también sus relaciones con Sarah y Marie, las dos mujeres que lo amaron; y en “Una experiencia” me asombró la manera en que una chica que ha comenzado a beber demasiado es visitada (o eso cree) por el fantasma de Haru, una muchacha con la que mantuvo una relación difícil en el pasado.

Qué elegante es Banana Yoshimoto y qué deliciosa puede ser su narrativa, cuando uno no comete el error (mea culpa) de juzgarla con ojos eurocéntricos. Volveré a sus libros, estoy seguro.

jueves, 14 de marzo de 2024

De aurigas inmortales



Salí de la universidad de Murcia en 1990, habiendo recibido allí durante cinco años clases de algunos profesores magníficos. Poco después, cuando estaba ya en la recta final de mis oposiciones docentes, me llegó la noticia de que uno de ellos, Vicente Cervera Salinas, acababa de ser reconocido en los premios América de poesía por su primera obra en verso. Se titulaba De aurigas inmortales, y vio la luz en 1993. No pude leerla de forma inmediata (el ejército se empeñó en que me incorporase a sus filas), pero sí que lo hice un poco después. Y ahora, casi treinta años más tarde (Dios mío), vuelvo a ella.

Es un libro magnífico, sin duda. En él descubrimos al joven embriagado por los aromas de la cultura, al joven que rinde culto extasiado a la belleza, que compone unos estupendos poemas donde Kierkegaard, Novalis, Pessoa, Yeats o Eluard nos dejan oír sus voces, llenas de pensamiento, reflexión y oportunas remembranzas biográficas; y nos dejan también (gracias a la magia del poeta-médium) penetrar en sus almas heridas, en sus corazones maltrechos. Muchas veces, descubrimos con rapidez la identidad de la persona destinataria (Juan Ramón Jiménez se dirige a Zenobia; Antonio Machado, a Leonor; James Joyce, a Nora); pero en otros casos tendremos que acudir a Internet para descifrarla (¿quién es la Minny a la que invoca Henry James o la Laura a quien habla Robert Graves?). Ese es otro de los encantos del volumen: la excitación intelectual, amplísima, que genera en las personas decididamente curiosas. Es posible que, para quien desconozca las ideas de (pongo por caso) Novalis, pueda resultar complejo adentrarse en el espíritu profundo del poema que Vicente Cervera le consagra. Pero creo que la respuesta más inteligente por parte de la persona que lee consiste en aceptar el reto, la invitación, que el autor le desliza de forma implícita con sus versos: conóceme. Acércate para entenderme. Accede al arca de mi corazón. Y ahí, se lo aseguro, esplende la luz.

Dueño de una sensibilidad exquisita y de una cultura vasta y contagiosa, Vicente Cervera modeló en esta primera entrega poética un trabajo realmente hermoso, que me ha encantado releer.